24 de marzo de 2014

Algún día habrá otro Suárez


La pérdida de Adolfo Suárez es irreparable. Pero no su espíritu. Es cierto que en España estamos saturados de políticos egoístas, cortoplacistas, cargados de amigos poderosos con oscuras intenciones y, sobre todo, pegados al sillón.

Pero en España hay más gente. Y por eso no debemos preocuparnos. Un nuevo Adolfo Suárez es posible.

España está llena de trabajadores honestos sometidos a un jefe absolutista con una ideología anticuada, como fue Suárez, que si tuvieran la oportunidad, serían grandes líderes. Esto es, si el jefe absolutista se muere y le sustituye alguien con insolencia casi adolescente a su predecesor que, borracho de poder, quiera cambiarlo todo.

Siempre queda la esperanza de que el Rey de España vuelva a elegir a dedo a alguien para darle el control del país. Y no debemos descartar la posibilidad remota de que un nuevo líder, elegido a través del amiguismo y la timocracia, salga del armario cuando gane unas elecciones plagadas de mentiras y falsas promesas, como todas, y resulte que no es un trepa, sino una persona íntegra y honesta. Evidentemente no podría serlo antes de conseguir el poder, pero nunca se sabe, tal vez nuestro sistema no corrompa a todo el mundo.

Y tal vez sea capaz de escuchar a todas las voces del espectro político y con su carisma alcanzar nuevos consensos inauditos, como Suárez, escandalizando a la izquierda cuando pacta con la derecha, y viceversa.

Por soñar que no quede, quizá este gran líder sea capaz de sostener su posición el tiempo suficiente como para conseguir cambios tangibles en la vida política y social del país, a mejor, antes de que todas las fuerzas políticas, incluida la suya propia, se den cuenta de que lo que es conveniente para la plebe no es conveniente para el poder, y empiecen a quitarle su apoyo paulatinamente, hasta que la presión sea intolerable.

Y quién sabe, igual este nuevo Suárez pueda escapar del síndrome de la Moncloa y atreverse a dimitir en un país en el que no ha dimitido nadie más que Suárez.


Algún día habrá otro Suárez y nos lo volveremos a cargar.

22 de marzo de 2014

Símbolos: 42


Stephen Fry consiguió que su amigo Douglas Adams le contara por qué en Guía del autoestopista galáctico eligió "42" como explicación del sentido de la vida, el universo y todo lo demás, pero le hizo prometer que se llevaría el secreto a la tumba.

Probablemente nunca sepamos qué tenía Adams en la cabeza. Pero voy a lanzar desde aquí una posible respuesta.

Advertencia: Es muy probable que se le haya ocurrido a mucha más gente antes (confieso que no quiero mirarlo) y, por fechas, es imposible que Douglas Adams supiera nada sobre el experimento que voy a contar aquí, pero tal vez sí conocía avances anteriores cuando escribió la novela y tuvo una cierta intuición sobre las posibilidades que vinieron después.


Éste señor es Stephen Wolfram, uno de esos genios que se sacan el doctorado a los 20 años y dedican su vida a cosas de matemáticas que nos cuesta muchísimo entender.

Una de ellas es este experimento de 1983.


Imagina que tienes un cuaderno cuadriculado y pintas un cuadro negro. Y entonces miras la fila de abajo y dices "voy a hacer un juego. Crearé una serie de reglas para pintar la segunda fila  según cómo es la fila anterior":



Entonces, vas probando reglas nuevas. Algunas darán resultados extremadamente simples:


Otras, crearán ciertos patrones predecibles:


O con aspecto de fractales:


Y entonces, a Wolfram se le ocurrió hacer un programa que generara todas las pirámides posibles, "a ver qué pasa". Y se encontró con una que le llamó particularmente la atención:


La llamó "Regla 30", porque era la número 30 que el ordenador generó. Y se encontró con la extraña sensación de que por la izquierda detectaba un patrón claro, pero a la derecha no lograba distinguirlo.

Una versión más grande (y si haces clic, aún más grande):


Al principio pensaba que era culpa de la intuición limitada de su miserable cerebro humano, así que empezó a aplicarle todos los detectores de patrones conocidos por la ciencia, y ninguno le dio resultado. Técnicamente, esto es caos.

La consecuencia es abrumadora: Unas reglas extremadamente sencillas pueden crear un resultado infinitamente complejo.

Es un hecho muy relevante. Por lo general, nuestra intuición nos dice que para hacer algo complejo, hace falta partir de algo complejo. Pero casos como éste nos demuestran que no. El dato ya estaba ahí para todo el mundo, sin ir más lejos: dibuja una línea y haz una circunferencia con ese diámetro. Divide una con otra y sacarás Pi, un número infinitamente complejo. Pero como pasa tantas veces, asimilamos las cosas mejor cuando las descubrimos nosotros que cuando nos las enseñan. Es lo que le pasó a Wolfram.

Y tardó poco tiempo en preguntarse si este tipo de juegos se aplican en la naturaleza. Y los encontró:


Y tiene sentido. Un dibujo tan complejo como el camuflaje de estas caracolas no podría estar programado tal cual en su ADN. Lo que hace el ADN es sentar las bases de este programa para aplicarlo en sitios determinados. Nuestro ADN tiene menos de 30.000 genes, y eso, línea a línea, casi no daría ni para programar el Paint de Windows, por lo que otras estructuras mucho más complejas, como nuestro cerebro, siguen siendo una gran incógnita.

Pero esta creación de patrones puede servir de respuesta. Igual no con esa Regla 30, sino con otro juego totalmente distinto, en 3D, sin relaciones entre cuadrículas, sino entre las células. Con sistemas así, las células de un embrión podrían informarse unas a otras para saber dónde están y cuál debe ser su función, y hacia dónde deben bifurcarse, o si deben convertirse en músculo o hueso. Y todo partiría de reglas sencillas que sí podrían programarse en unos pocos genes, en los que una pequeña variación cambiaría todo el resultado:


Éstas son las 256 combinaciones de reglas posibles para este juego, Wolfram siguió haciendo juegos aleatorios para quedarse con los más interesantes, como hace la naturaleza. Por ejemplo, también descubrió que la Regla 184 puede ayudar a predecir flujos de tráfico.


Y comenta que la ciencia suele ir en dirección contraria, mediante ingeniería inversa, como un hacker que trastea con un programa a ver qué pasa, para intentar distinguir cierto orden dentro de un caos.


Él propone crear programas de cero para investigar cómo nace el propio caos. Y se le ha ocurrido que tal vez el universo entero esté regido por un juego similar, a un nivel subatómico, en el que las piezas son tan pequeñas que no existen el espacio ni el tiempo, sino que es el propio juego el que los produce.

Y se pregunta: ¿si esto es así, todo el universo está predestinado? Después de todo, la Regla 30 está prefijada, tanto si la haces tú como si la hago yo, te sale exactamente lo mismo. Y plantea la respuesta con una palabra: irreductibilidad.


En la Regla 30, que puede extenderse hasta el infinito, la fila un millón es muy concreta, no va a cambiar nunca, pero la única manera de llegar a ella es haciendo las 999.999 filas anteriores. Es irreductible, es decir, no hay otro camino más corto. La única manera que tendríamos de predecir qué vas a hacer después de leer este texto es volver a crear el universo entero hasta que lo vuelvas a leer. Así, que, en cierto modo, el libre albedrío podría ser compatible con un universo predestinado.

Wolfram admite que encontrar la fórmula del universo es un objetivo abrumador y es muy difícil afrontarlo, y que tal vez no exista, o existe pero no la hallaremos nunca. Y mientras el resto de los científicos buscan una gran teoría unificada, él sigue probando al revés, igual que cuando encontró la Regla 30: probando todas las reglas posibles en juegos sencillos.


Sus progresos hasta ahora, aunque muy lejos de dar con un resultado, son interesantes. Igual que con las reglas de sus otros juegos, hay muchas que no tienen sentido, pero ha encontrado otras que se acercan remotamente a lo que podríamos entender como las bases de un universo.

Y eso plantea que igual, junto a nuestro universo, nacieron muchos otros universos a la vez, cada uno con sus propias reglas, pero el espacio y el tiempo sólo tienen sentido en unos pocos, como éste, y, quién sabe, tal vez nuestro universo sea la Regla 42.